El fenómeno del entretenimiento inmersivo, impulsado por tecnologías como la realidad virtual y la realidad aumentada, está redefiniendo la forma en que las personas interactúan con la cultura. En 2024, el mercado fue valorado en 114.000 millones de dólares y podría alcanzar los 442.000 millones para 2030, según datos de New Scientist. Esta expansión, que incluye espacios accesibles para audiencias sin experiencia tecnológica como el Barbican Centre de Londres, está generando un debate sobre su impacto social y emocional.
Experiencias inmersivas convencen al público al ofrecer narrativas personalizadas, desde visitas a paisajes de Van Gogh hasta exploraciones en civilizaciones antiguas. Ejemplos de estas inmersiones incluyen exposiciones en el Barbican, como “Feel the Sound”, donde las reacciones físicas del visitante generan visualizaciones frente a la música. Según Robyn Landau, desarrolladora de esta experiencia, las actividades basadas en la interocepción pueden transformar la manera en que las personas se conectan internamente y con los demás.
A pesar de sus beneficios, el entretenimiento inmersivo enfrenta críticas por su impacto potencial en la socialización. Keren Zaiontz acuñó el término “narcissistic spectatorship” para describir el enfoque individualista de estas experiencias, que podrían transformar eventos grupales en actos solitarios. Estudios mencionan síntomas disociativos en una parte significativa de los usuarios de VR, aunque los efectos a largo plazo siguen siendo inciertos.
El debate sobre el equilibrio entre la personalización y la conexión social es central. Mientras que estas experiencias ofrecen autoconocimiento, la preocupación por la pérdida de vivencias compartidas persiste. Expertos como Robyn Landau y Luke Kemp enfatizan el potencial de estas tecnologías para fomentar la interconexión, pero también reconocen los riesgos de aislamiento. La cuestión sobre cómo mantener el balance entre lo individual y lo colectivo sigue siendo clave.
